“Historia de una farmacia”, por Margarita Leoz

Este es el relato corto que la escritora pamplonesa ha dedicado al Colegio de Farmacéuticos de Navarra con motivo de nuestro 125 aniversario, un cuento al que damos difusión con motivo del Día del Libro. Con esta iniciativa queremos fomentar la lectura, al tiempo que damos a conocer la profesión farmacéutica.

Levanto la persiana; se me antoja liviana. Me he manchado con su grasa, pero es el mejor día de mi vida. Enciendo la cruz verde y entra mi primera clienta. Vive en el portal de al lado. De inmediato me gusta su melena rizada, su sonrisa generosa, el hecho de que seamos de la misma edad. Su abrigo no alcanza a esconder una barriga prominente. El reflujo no la deja dormir. Entro a buscar un antiácido al almacén, sorteando las cajas por desembalar, los listones de las estanterías por montar. Me asaltan las dudas, el vértigo. Me pregunto si seré capaz. Hace tan solo un año todavía estaba sentada en los bancos de la facultad.  

El barrio, alejado del centro de la ciudad, es humilde. A los nuevos pisos empiezan a llegar matrimonios jóvenes venidos de los pueblos. Ellas me saludan cuando van a la compra y cuando regresan del mercado con las bolsas llenas. Me piden aspirinas, me piden antipiojos, me piden consejo sobre casi todo, me piden algo para el dolor menstrual, algo para sus piernas cansadas, algo para no tener más hijos, algo para los chichones de los hijos que ya tienen. Además de mi farmacia, la calle hierve de pequeños comercios: una carnicería, un bar, la panadería, la frutería, un garaje, un carpintero. No paro de despachar, de hacer pedidos, de atender a nuevos vecinos y a representantes. Han construido un colegio a pocos metros y veo desfilar a los niños, sus mochilas de colores a las espaldas. 

Ellos trabajan en las fábricas. Madrugan mucho o van de noche y entonces me los cruzo, cuando a mí me toca guardia. Dormito en el sofá cama que he colocado en la rebotica, hasta que el graznido del timbre me despierta. Atiendo a señoras que se presentan en bata y en zapatillas de casa, a los que regresan de Urgencias con el susto en el cuerpo, a las madres que se han quedado sin supositorios a medianoche. Les vendo fármacos, pero también los calmo. Después, en ocasiones, me quedo desvelada por todos esos rostros, por sus preocupaciones y padecimientos. Entonces poso las manos sobre mi vientre y siento cómo el bebé nada dentro de mí. Por la ventanita alta amanece. La que toma antiácido ahora soy yo.

En las estanterías los medicamentos están ordenados por riguroso orden alfabético. Es sábado por la mañana. Manuel juega con un cochecito. Sortea los estands de cremas solares, los de maquillajes hipoalergénicos, los de complementos vitamínicos. En su mundo son puentes, túneles, valles. La campanita de la puerta suena. Le tengo dicho que cuando entre algún cliente, se meta dentro y eso hace. Es mi primera clienta, con una niña de la mano y un bebé en brazos. La niña se aferra tímida a su falda, se chupa el pulgar. Mi primera clienta busca un biberón. Su madre murió de repente y del disgusto se ha quedado sin leche. La escucho, le muestro tres modelos de tetina, respondo a sus dudas, la aconsejo lo mejor que puedo, lo mejor que sé. Desde que se cortó la melena parece mayor.

Manuel merienda en la rebotica mientras hace los deberes. Cuando termina, va con la bicicleta a la plaza de columpios oxidados. Los niños se han hecho mayores, las familias se mudan a otros barrios más céntricos, a pisos de más habitaciones. Salgo a ver a Manuel, que da vueltas y más vueltas. Esa bicicleta le viene pequeña. La rueda trasera derrapa en una curva y él se acerca entre lágrimas, con la rodilla sucia y ensangrentada. Abro unas gasas, destapo la mercromina. En plena cura el último botón de mi bata se cae al suelo; tendré que coserlo en la rebotica.

Mi primera clienta entra con su padre. Ahora él vive con ella, con su marido y con los niños. Los fines de semana van al pueblo y el lunes me trae tomates de huerta, espárragos, cerezas. El padre me tiende un fajo de recetas de borde rojo: Paracetamol, Seguril y Digoxina. Se muestra incómodo, no entiende su enfermedad, no entiende lo que le ocurre. Lo tranquilizo, le explico con palabras sencillas y cercanas lo que le ha contado el médico en la consulta. Observo su cojera al marcharse, ya más sereno. Mi primera clienta le abre la puerta. «¿Lo ves, papá? Ya te dije que la farmacéutica te lo explicaría todo», y me lanza una de sus sonrisas agradecidas. Los niños revolotean a su lado, ajenos al paso del tiempo, ajenos al dolor. Yo me quedo pensando en el padre, en sus dolencias, en sus achaques; lo pienso en casa, lo pienso de noche, lo pienso cuando acuesto a Manuel, lo pienso mucho después de que la puerta de la farmacia se haya cerrado detrás del anciano.

Únicamente cierro los festivos. Los domingos voy con Manuel a la playa haga sol o llueva. Cierro el día en que se muere mi padre; pego un cartel en la persiana que dice: «Cerrado por defunción» y al día siguiente los vecinos vienen a preguntar. Cierro la tarde en que Manuel se casa y al día siguiente los vecinos vienen a preguntar.

Ya solo queda la panadería. El carnicero se jubiló. El garaje es un despacho de abogados. La calle es ahora una calle desierta. En ese barrio solo habita gente envejecida. Mi primera clienta toma un antiparkinsoniano. Cuando le doy el cambio, las monedas se le caen sobre el mostrador. «¿Cómo va la cosa?», le pregunto siempre de forma discreta, sin inmiscuirme, para que me cuente, si quiere, hasta donde me quiera contar. Ella sonríe con su sonrisa generosa de hace cuarenta años. Hace mucho que no hago guardias, que no duermo en el sofá cama.

Manuel y Blanca me ayudan a guardar en cajas los medicamentos que no he vendido y que podemos devolver a la cooperativa. Un chatarrero mete en su furgoneta las estanterías metálicas, el frigorífico, el microondas, la vieja estufa, el sofá cama. En la rebotica encontramos rémoras del pasado: un carrito de bebé de los años setenta que alguien me encargó y nunca pasó a buscar, una caja de Optalidón, el dibujo de un dinosaurio que Manuel escondió en un vademécum desactualizado. «Venid, venid a ver esto», dice Blanca y agita un billete de cinco mil pesetas, olvidado detrás de la caja registradora. Manuel apila cajas, lanza un improperio; se ha tropezado con una baldosa suelta. Han pasado tantos años que incluso los azulejos se rebelan. De una de las cajas rescato un sonajero con forma de búho, se lo tiendo a Blanca. «Su primer juguete», dice ella, y se sienta porque la ciática no la deja tranquila de pie ni en cualquier otra postura. El bajo de mi bata se ha descosido, pero cuando me la quite esta tarde, no tendré que volverla a coser. Ya está todo vaciado.

En los últimos meses la persiana se me antoja más dura, más alta, más pesada. Manuel se ofrece a cerrarla, pero no se lo permito. Al bajarla, chirría. Cuando estamos al final de la calle, me giro y me doy cuenta de que he olvidado apagar la cruz verde. No vuelvo, no regreso, la dejo así, la dejo encendida.

Margarita Leoz

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